El llamado período de la República de Weimar (1919-1933) siempre me generó una particular fascinación. Poco más de una década de democracia, en la Alemania de entre guerras, que comprimió un tiempo social, económico y político de gran densidad histórica, en el contexto de una nación con una tradición fuertemente inspirada en el modelo autoritario-imperialista
y que mayoritariamente, nunca se sintió representada por aquel experimento de igualdad y participación que iba a terminar de la peor manera: engendrando en su seno al más sangriento régimen totalitario de la historia reciente.
Fue un período ciertamente convulsionado. No sólo por las desesperantes condiciones en que Alemania había quedado tras la rendición en la Primera Guerra Mundial, sino también por las humillantes y desproporcionadas condiciones que los vencedores le impusieron, condiciones que estaban destinadas a mantener el país de rodillas. A ello hay que sumarle la enorme repercusión que tuvo en todo Europa el espectacular derrumbe de la poderosa dinastía zarista en Rusia, y su cruel reemplazo por un estado comunista, proceso que fue desplegándose, como un ruidoso telón de fondo, durante los primeros años de rodaje de la República de Weimar, al menos hasta 1922. Este suceso -acaso el acontecimiento político más trascendental en toda la historia del siglo XX- generó tantas simpatías -entre intelectuales, líderes políticos, y especialmente, en la clase obrera alemana- como espanto -en especial en las elites dominantes, aunque fue igualmente importante entre los terratenientes e incluso en la pequeña burguesía- e influyó decisivamente en la escena política hasta su colapso, que se generó a partir del 30 de enero de 1933, cuando esta tensión finalmente se decantó hacia una opción radicalmente anticomunista, encarnada por Hitler y su NSDAP. Como todo período de la historia atravesado por convulsiones y contradicciones, la de Weimar fue una época muy prolífica en lo artístico y cultural.
Fueron años en los que brillaron -para siempre- escritores, realizadores de obras de teatro e incluso de cine, concertistas, pintores, escultores; prosperaron los locales de baile, de diversión, de actividades moralmente prohibidas… la impresión de la época es de una necesidad de fuga, de refugio, de escapar de la realidad opresora; una percepción social de que, pese a la «normalidad» de una democracia formal en desenvolvimiento, había algo muy profundo que estaba mal, había como un autoritarismo dormido, mantenido artificialmente en estado de latencia, un monstruo que -como bien capta la muestra de Rafael Landea- recorría los suburbios como un fantasma; que se hacía ver más en sueños pero que en cualquier momento podía asaltar la vigilia…
Al ver algunas de las imágenes de la muestra, en donde tras un primer plano de rutinaria tranquilidad se esconde el horror (o viceversa), no puedo dejar de ver a cada uno de los transeúntes, los jóvenes, las mujeres, los niños, y transportarlos imaginariamente a la década siguiente: absolutamente ninguno de ellos escapará de un destino trágico en el contexto primero de la dictadura nazi y luego de la marcha de la guerra, en donde a Alemania -como dice Borges en Deutsches Requiem- le será deparada primero la gloria embriagadora y luego la amarga derrota.
Creo que este es el punto que la muestra capta con sutileza, y que constituye un tema universal: las imágenes de lo cotidiano, los rostros joviales, las actitudes de despreocupación… frente a la tragedia que se avecina. Al observador le genera un impulso de querer entrar en diálogo con las figuras, advertirles, zamarrearles, gritarles para que entren en razón… pero el destino ya fue escrito y todos ellos serán consumidos en una hoguera inevitable.Tras este impulso irracional, viene luego la necesaria reflexión introspectiva que nos lleva a preguntarnos si, de un modo u otro, cada uno de nosotros, a su vez, no estaremos siendo objeto de imágenes grabadas, para que en un futuro, nuevos espectadores quieran advertirnos, con la misma desesperación, acerca del peligro que se cierne sobre nuestra existencia…
Es que nada ha cambiado para el Ángel de la Historia (que Walter Benjamin descubre en una pintura de Paul Klee de 1920, el Angelus Novus): «El Ángel ha vuelto su rostro al pasado. Donde a nosotros se nos aparece una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que constantemente amontona ruinas sobre ruinas, arrojándolas a sus pies. Este ángel querría detenerse, despertar a los muertos y reunir lo destrozado. Pero desde el Paraíso sopla un huracán que, como se envuelve en sus alas, no le dejará plegarlas otra vez… Este huracán es lo que llamamos progreso».
Estoy seguro que la muestra de Rafael Landea nos permite colocarnos por un momento allí, donde Benjamin sitúa al Ángel de la historia. Una tarea urgente y necesaria en estos tiempos vertiginosos, y una vez más, convulsionados.
Buenos Aires, Mayo 2016
*Daniel Rafecas es abogado y doctor en Ciencias Penales por la Universidad de Buenos Aires. Desde 2004 se desempeña como juez federal en lo Criminal, ámbito en el que ha llevado a juicio delitos contra la humanidad en el marco del la última dictadura argentina. Ha dictado conferencias sobre temas relacionados con la Shoa en los Estados Unidos, Francia, España, Israel y países de Latinoamérica. Publicó «Historia de la Solución Final. Una indagación de las etapas que llevaron al exterminio de los judíos europeos» (Siglo veintiuno, 2012), «La tortura y otras prácticas ilegales a detenidos. Su reflejo en el Código Penal Argentino» (Editores del Puerto: Buenos Aires, 2010) y «El delito de quiebra de sociedades» (Editorial «Ad Hoc», 2000)